martes, 8 de agosto de 2017

El buen trabajador

Dale limosna mujer 
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en Granada

Francisco de Asis de Icaza

Al otro lado del parque al que da mi balcón, hay un supermercado, no muy grande, el típico de barrio. Y como casi todos los supermercados, tiene su pedigüeño. Es un hombre muy flaco y renegrido por el sol, rumano, probablemente. Lo he visto hablar con algunas mujeres de esa nacionalidad. Es fácil distinguirlas porque suelen ir uniformadas, con sus faldas largas de colores brillantes y un pañuelo cubriéndoles la cabeza. El hombre llega una hora después de abrir el supermercado, esgrimiendo una muleta como si fuera una lanza. No la necesita. Camina desgarbado porque es muy flaco y las articulaciones parecen a punto de quebrársele, pero sin dificultad. La muleta es parte de su atrezo. La deja junto a él, en el suelo donde se sienta sobre un montón de cartones que los del supermercado suelen abandonar fuera del contenedor de papel porque siempre está lleno. A ratos enseña un hombro en el que tiene un costurón antiguo, casi mimetizado con la piel. 

Lo observo. Pasan diez personas y ninguna le echa monedas en su vaso de plástico. En diez minutos, lo que tardo en beberme un vaso de zumo que termina recalentado en mi mano, sólo recibe dos limosnas. Si la cantidad es proporcional a lo que tarda en borrarse de su rostro la sonrisa que les dedica, sospecho que sólo le habrán dado unos céntimos. 

Pasa el tiempo. Llega el mediodía y mientras hablo con mi madre por teléfono, me asomo de nuevo. Los rayos verticales del sol se han engullido la sombra que lo resguardaba, pero parece inmune al calor y a la pestilencia de los contenedores de basura que tiene muy cerca de él. Una mujer que sale del supermercado no le ofrece dinero, le da una lata de Coca-cola. El hombre la agradece inclinando la cabeza. La engulle sin apartar los labios de la lata, sin tregua, de un interminable sorbo. Tres personas más echan dinero en el vaso. Una mujer no suelta monedas pero sí le da la tabarra durante un rato. El hombre le enseña la cicatriz del hombro y la muleta. Será un alma caritativa que quiere hacerle comprender que debe buscar un trabajo decente. 

¿Cuánto sacará al día? Desde la mesa de trabajo lo veo. Giro la cabeza hacia la derecha de vez en cuando. En toda la mañana creo que no se ha levantado ni una vez. Desaparece en cuanto las chicas del supermercado salen para bajar la persiana metálica a las dos y media. Se aleja arrastrando la muleta, sujetándola con la axila, y enseñándole a la gente con la que se cruza en el camino su vaso de plástico. Mañana volverá a fichar a la misma hora.

1 comentario:

  1. Hubo una época en mi ciudad, en donde hacia donde mirara, había un indigente. No es que no lo haya ahora, sólo que al salir con mucho menos frecuencia pues ya no se nota tanto. Cuando los miro, reflexiono sobre el momento, en que ese ser humano cruza el umbral de poder auto-sostenerse a volverse un indigente. Mientras trabaje, perciba un ingreso, pues tendrá para mantenerse. Pero si cruza el umbral, en donde ya nadie le daría trabajo, que pasaría? allí se condenaría a ser un indigente? Esa idea me aterra. Tengo el miedo de que, en algún momento me eche al abandono y me vuelva uno de ellos.

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