miércoles, 28 de junio de 2017

La pecadora

Mi amiga Lorena es una de esas personas que necesitan compañía incluso para ir al baño. La semana pasada se celebraba la misa por el alma de una vecina, y me arrastró con ella, aunque sabe que soy atea. Supuestamente fui chantajeada por la invitación a unas cervezas a la salida de la misa, pero lo que en realidad me incitaron a seguirla, fueron las historias que cuenta de su familia. Creo que sufro de una necesidad patológica de escuchar relatos, sean reales o ficticios. 

Apenas había comenzado la ceremonia, nosotras habíamos sido puntuales, llegó una señora arrastrando un carro de la compra, cebado por muchos más productos de los que estaba destinado a contener. Unos puerros se escapaban de su interior. Recordaban a esas ramas de jaramagos que crecen entre las juntas de las solerías o el mortero pobre de los tejados. Aparcó su carro junto a una de las columnas del templo, dos filas delante de nosotras. Se arrodilló, y no volvió a ponerse en pie hasta que el sacerdote dijo que podíamos ir en paz. Cuando se rezó el Yo Confieso, la mujer golpeó con fuerza su pecho tres veces (por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa). La cercanía me permitió escuchar la resonancia a casquería de su interior, como el sonido amortiguado de un tambor. 

¿Cuál sería el grave pecado de aquella señora? Ocultaba cualquier posible belleza tras la negligencia. Ojeras, piel falta de hidratación, pelo estropajoso recogido con descuido con una goma; el tirante derecho de su sujetador blanco, caído, asomando por su vestido estampado sin mandas. No parecía muy mayor, dentro de la década de los treinta. Tampoco era delgada ni obesa. Le sobrarían unos cinco kilos. 

Como las misas me aburren, no aparté la mirada de la pecadora. ¿Sería la tentación de la carne la que la obligaba a hincarse de rodillas? El amor por un hombre que no era su marido y cuya atracción no podría resistir. De algo estaba convencida, el encuentro con el amante no estaba cerca. Sólo una relación muy manida acepta la falta de coquetería de alguna de las partes, y esas relaciones no producen remordimientos de conciencia. 

A menudo es mejor la imaginación que la realidad, que arruina una buena historia. Entramos en el bar que hay junto a la iglesia, una de esas tascas que han soportado guerras, dictaduras, crisis y promesas democráticas. La mujer del carro de la compra nos siguió. 

Camarero: Gloria, ¿lo de siempre?

Mientras Lorena y yo apenas habíamos bebido media caña -acompañado por trozos de jamón cocido que estaban de muerte-, la mujer dejó seca una botella que había contenido medio litro de whisky. 

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