martes, 8 de noviembre de 2016

La delgada línea roja

Desde antes de los 6 años supe que quería ser arquitecta. Me encantaba ir a la oficina de obras, me dejaban entrar aunque mi padre ya no estuviera allí, y oler los planos que apestaban a amoniaco o imaginar en la realidad las habitaciones que en el papel sólo estaban limitadas por trazos negros. 

En mi familia somos de vocaciones tempranas, obstinadas y persistentes. A mi hermano mayor tuvieron que regalarle un juego de destornilladores cuando cumplió 8 años. Ya sabía que quería ser ingeniero mecánico. 

Durante algún tiempo mi familia intentó persuadirme para que no siguiera con la fantasía de querer ser arquitecta. Tardé mucho en aprender a leer y estaban convencidos que creciera con el lastre de una frustración. Comprendían que, sin saber leer, era imposible conseguir una licenciatura. 

No siempre se puede ser lo que se desee, por mucho empeño que se ponga en ello. Mi hermano mediano no pudo ser piloto por la tendinitis crónica que tiene en los brazos. Mi primo Carlos no pudo ser profesor por la dislexia. Una amiga no puede ser azafata de vuelo porque una lesión en la espalda le impide levantar peso... 

Una mujer gallega ha perdido el útero y estuvo a punto de perder la vida porque los médicos de su comunidad, por la objeción de conciencia, se negaron a practicarle un aborto de un feto no viable. ¿Dónde debe estar el límite de la objeción de conciencia de los médicos? ¿Un médico con objeción de conciencia está capacitado para serlo, teniendo en cuenta que produce dolor y pone en peligro la vida de sus pacientes? Tal vez por empatía con la señora gallega esté obcecada con este tema y soy incapaz de verlo con claridad. Pero, en todo caso, ¿en la medicina pública, no deberían prevalecer los derechos del paciente antes que los de los médicos? 

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