jueves, 17 de noviembre de 2016

El perfume

El recuerdo que tengo de mi abuela materna durante mi infancia es el de una señora mayor, sumergido en un luto infinito por la muerte prematura del hombre que amaba. Su pelo no fue tocado por una peluquera en décadas. Lo llevaba recogido en un moño bajo, apretujado en la nuca, que se hacía sin necesidad de ayuda ni de mirarse al espejo. Los ojos verdes, la piel morena, a juego con la ropa siempre oscura. Los únicos artificios que se permitía eran unas gotas de perfume y cubrirse las rosetas de sus mejillas, provocadas por los sofocos de la menopausia, con maquillaje. Ambos, el maquillaje y el perfume que utilizaba, los he recuperado gracias a la amabilidad de la gente y de su buena memoria. Un bote de perfume con un palito, y ya sabían cuál era.



Luego el aspecto de mi abuela cambió. Tan repentinamente que fui incapaz de reconocerla la primera vez que la vi tras la mutación. Dejó de necesitar las horquillas para el moño porque se cortó el pelo muy corto, por encima del hombro, y se lo tiñó de un color extraño, blancuzco y morado a la vez. Era elegante, distinguida, delicada, y fantasmal a la vez. Parecía que quisiera desaparecer antes de dejar de vivir eliminando de ella todo color. Desde entonces no volvió a utilizar ropa oscura, sólo colores pastel. Hasta su piel, siempre atezada por gustarle estar al aire libre, se volvió lechosa.

No importó que no la reconociera por culpa de su cambio de aspecto, ella me confundió con mi madre.

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