martes, 10 de noviembre de 2015

El niño que mece la cuna

Estos últimos días, con todos mis hermanos y mi madre por aquí, se han impuesto los recuerdos. Algunos sólo les pertenece a ellos porque yo aún no había nacido. Esos me producen una incongruente sensación de deslealtad porque disfrutaron o sufrieron estando juntos sin mí. Otros recuerdos sólo los conozco parcialmente o distorsionados porque intentaban ocultarme los hechos que los produjeron para protegerme. 

Sabía que teníamos mala fama. Siempre éramos culpables de todo lo negativo que ocurría a nuestro alrededor. Desde llenar de casquería una garita donde aseguraban se había suicidado un soldado, a casi matar al perro de nuestro vecino al envolverle el hocico con cinta de embalaje. También acusaron a uno de mis hermanos de tirar huevos podridos contra la fachada trasera del mismo vecino del perro, de robar membrillos de un árbol para comérselos (a ninguno nos gusta el membrillo), y de robar un reloj en la piscina a una vecina (la vecina se llevó un sonoro guantazo de mi madre cuando fueron a casa a disculparse porque el reloj, al final, no estaba perdido). Sólo esas acusaciones llegaron a nuestros oídos, pero supongo que muchas otras, atroces y crueles, debieron de correr de boca en boca porque la sola presencia de mi hermano mayor hizo que uno de nuestros vecinos, un niño que tenía mi misma edad por entonces, unos 7 u 8 años, se orinara en los pantalones. No le dijo nada, no hizo nada. Sólo coincidieron en el camino que llevaba de la piscina a los pabellones. El niño se quedo petrificado, según recuerda mi hermano, rígido, y una mancha oscura se extendió por las perneras de sus pantalones. Cuando el incidente se volvió a repetir, mi hermano quiso hablar con el niño delante de su madre y fue a su casa; pero su buena intención sólo sirvió para darse cuenta que la madre le tenía tanto miedo como el hijo. Al menos ella no se orinó en las bragas.

Cuando pregunté por el origen de tanta mala fama, mi madre señala sin ninguna duda al padre de dos de nuestros mejores amigos de aquella época. Su hijo mayor y mi hermano mediano estaban en la misma clase, en los Carmelitas de Antequera. Mi hermano sacaba buenas notas sin la supervisión de un adulto. Su hijo solía llegar a casa con interminables ristra de chorizos (los profesores solían escribir los suspensos con bolígrafo rojo). La envidia, asegura mi madre, llevó a aquel hombre a inventar patrañas contra nosotros. Me costó mucho trabajo creer a mi madre... hasta esta mañana: al abrir el periódico he leído que en México, un padre enfurecido ha matado al entrenador de baloncesto de su hija pequeña porque no la ha convocado. Ahora los celos adultos hasta me parecen posibles. 

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