martes, 8 de septiembre de 2015

Un día cualquiera: un llanto feliz

- Han llovido gusanos.
- Una de las funcionarias de los juzgados de Málaga está a dieta.
- El llanto de mi madre me ha hecho feliz.
- Me han regalado dos melones. 
- ¿Papiroflexia o el sufrimiento de la gramática?

Veintisiete años ya. Toda una vida. Creo que ha sido más doloroso sentirme diferente por la ausencia de mi padre, que su ausencia en sí. En realidad, sólo lo conozco a través de la mirada de mis hermanos. Conmigo nunca se portó como un padre. Los primeros años, evidentemente, no los recuerdos; durante los últimos, sólo fue alguien que se despedía. Sería una hipócrita si su recuerdo me hiciera llorar, aunque a veces, el entierro de un vecino o del padre de algún amigo, me arranca lágrimas por su culpa.

Para mi madre es diferente, por supuesto. Ella lo recuerda como si jamás se hubiera marchado de forma definitiva, como si la larga ausencia fuera culpa de uno de los muchos cursos que solía hacer y lo mantenían meses y meses apartado de nosotros.

Su llamada de teléfono de esta mañana no fue para recordarme la fecha. Sabe que eso ya lo hace la agenda de mi teléfono. Llamó para quejarse por enésima vez de una de sus vecinas. Se obstina en considerar Cosa macabra e insalubre la urna con las cenizas de mi padre. La amenaza, pero nunca lo hace, con denunciarla a sanidad.

Cuando regresaba de Málaga, me pasé a verla. Una visita rápida. Una vecina, que volvía al médico -en el pueblo de mi madre ir al médico es un acontecimiento social no derivado de un problema de salud-, vino a saludarnos. Nos contó que la vecina que molesta a mi madre, ahora se conoce en el pueblo por La Beata; pero que durante mucho tiempo su familia fue La Bosta. Lo de ser beata le viene de casta a la mujer. Su madre era tan meapilas que en una ocasión fue a misa aún estando enferma del estómago. Y como el cuerpo, para sus reacciones, no reconoce lugares sagrados, cuando la misa acababa de empezar y el sacerdote dio por primera vez permiso para sentarse a los fieles, la mujer sufrió un ruidoso y hediondo accidente, el que le proporcionó a ella y los suyos, durante muchos años, un bonito apodo.

Supongo que fue por la gracia con la que su vecina contó la anécdota, mi madre se desternilló de risa hasta que se le saltaron las lágrimas. Fue un alivio. Temí que hoy sólo pudiera llorar de pena. 

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