sábado, 22 de agosto de 2015

Latrocinio

Llovió. Lo hizo por la tarde. Mientras el agua manchaba todo, la ciudad parecía limpia de repente, renovada, con los colores más vivos. Sobró una hora para que el calor evaporara hasta los charcos más grandes. El día de la lluvia sólo refrescó ligeramente por noche, con luz aún en el cielo, el calor seguía siendo insoportable, la humedad de los enormes gotoneros se notaba ascender, como el calor de un horno abierto o de un suelo radiante, era como una caricia física que lamía las piernas desnudas. La ciudad amaneció desvaída y mate. La lluvia llegó cargada de polvo del desierto y sólo el desarrollo de los conos que los limpiaparabrisas dejaban impolutos, refulgían bajo el sol. Todo lo demás se ocultaba bajo la capa moteada. 

Durante casi una semana los vidrios de las puertas acristaladas de la azotea estuvieron manchados con el polvo de un desierto muy lejano. Ninguna otra ocupación se había apoderado de mi tiempo y me impedía limpiarlos. Sólo esperaba a que la tormenta se repitiera, porque mi madre tiene la teoría de que las tormentas de verano se repiten tres días seguidos. En esta ocasión, al no cumplirse, la teoría demostró no ser un axioma. 

Tiene la misma teoría, de nula base científica, con los accidentes de avión. Está tan convencida que se caen de dos en dos, que si ha habido un accidente y mis hermanos o yo tenemos que volar en breve, nos vemos obligados a ocultárselo hasta que llegamos a destino. 

Y me temo que desde este verano, un nuevo hecho ha venido a sumarse a sus teorías de las reiteraciones. Desde julio hasta la semana pasada, a tres familiares le han robado en sus casas mientras estaban fuera. 

El primero fue mi tío Fernando. Suponemos que algún vecino que sabía que tardaría en regresar, si lo hacía, del hospital. No hemos querido indagar, por no llevarnos una desagradable sorpresa. Sabemos que se llevaron una televisión de esas viejas, más profunda que ancha y alta y un teléfono especial que lo conectaba en todo momento con la Cruz Roja y que sin ese fin sólo puede tener utilidad como chatarra o arma arrojadiza. 

El segundo fue a mi primo Miguel Ángel. Su afición es la pintura y mientras pasaba el fin de semana fuera, le sustrajeron una docena de cuadros que tenía preparados para una exposición. No es bueno, lo sabe; sus telas no se cotizan. Está convencido que ha sido una ex novia porque en tres de las pinturas robadas aparecía ella y la puerta no ha sido forzada (tenía llave).

A los terceros son a los que más daño han hecho. Mi prima Adela y su familia viven en Barcelona, en una casa donde cada detalle fue estudiado, mimado y escogido con mucho tiempo y paciencia y derrochando poder adquisitivo. Estoy convencida que a sus hijas la enseñaron antes a distinguir un bolso de Prada de uno de Gucci, que una Nancy de una Barbie. Le han robado la ropa, los zapatos, las televisiones, los ordenadores, los electrodomésticos pequeños de la cocina, los botes de perfume medio vacíos... hasta las huchas de las niñas; incluso CDs y DVDs de bodas y bautizos; rompiendo todo, desmenuzando lo que no podían llevarse. Dice mi prima que está destrozada, como si la hubieran violado. 

2 comentarios:

  1. Pues vaya racha de asaltos a domicilios.
    Desde luego, me identifico con su prima. Cuanta impotencia y sufrimiento debe sentirse al llegar a tu vivienda y verla desvalijada, que han desaparecido hasta objetos que forman parte de tu propia identidad. La vida debe sufrir una fractura irrecuperable, que no cubre ni el mejor seguro.

    ResponderEliminar
  2. Sí, llevamos una mala racha, pero estamos acostumbrados porque el verano suele ser una época gafe para nosotros. Mi prima ha llegado a preguntarse si los CDs con las fotografías de bodas y bautizos, dado el nulo valor que puede tener para nadie, no se lo han llevado como trofeo para recordar la gran hazaña que han hecho los cacos, o para estudiar posibles futuras víctimas, porque en las fotografías de familia siempre salen otras casas. Me temo que con el tiempo nos enteraremos.

    ResponderEliminar