lunes, 31 de agosto de 2015

La adicción de los necios

Había en Granada una tienda de kebab a cuyo camarero llamaba El señor de las moscas. Durante este agosto, mes en el que la ciudad se vacía, era el único establecimiento abierto cerca de casa en el que se podía comprar algo caliente para comer un domingo a las cuatro de la tarde. Su apodo sólo delataba la realidad, sin exagerarla. Es comprensible que cualquier otro establecimiento me resultara grato para parar y alimentarme antes de volver a casa. Me había pasado toda la mañana haciendo compañía a mi prima mientras limpiaba en una de las vieja oficina de su padre, a la que no había podido volver después de sufrir el primer ictus porque el local está en una segunda planta, a la que se accede directamente desde la calle por una tortuosa y empinada escalera metálica. Paré en Venta El Kimi, un establecimiento rústico, con un ambiente andaluz forzado, con las paredes llenas de carteles de toros, castañuelas, guitarras de atrezo... incluso los vasos estaban decorados con lunares (el vaso que utilicé me lo regalaron -estoy bebiéndome un té helado en este momento en él- porque cerraban definitivamente dos días después).

En la venta sólo había una familia y yo. La familia la componía un hombre, una mujer y un chaval de unos trece o dieciséis años. A esas edades me confunden. Me da la sensación que en cuanto dan el primer estirón, se quedan estancados durante unos años, sin muchos cambios. El sitio no era muy grande y las mesas estaban forzosamente cercanas. Me entretuve observándolos con disimulo mientras me traían la comida (porra antequerana, papas a lo pobre y una Coca-cola -el cierre de ese establecimiento beneficiará enormemente la calidad culinaria de la provincia de Málaga y fastidiará el censo de parados-). No hablaban entre sí. El hombre miraba la pantalla apagada de la televisión, el chaval la pantalla de su móvil, del que salía el característico y odioso silvidito del Whatsapp, y la mujer estaba muy ocupada cortando su filete y el del chaval, que ponía tanto empeño en escribir, que parecía forzado a hacerlo bajo amenaza de muerte. Cuando terminó de cortar el filete del hijo -sospecho que lo era por el parecido físico-, pinchó un trozo con el tenedor y se lo metió en la boca. Lo alimentó hasta que el plato estuvo vacío, olvidándose de comer ella misma. El chaval no parecía tener ningún problema físico ni psíquico. Imagino que la madre lo libraba de la tediosa tarea de alimentarse, para que pudiera seguir mandando mensajes. 

Tuve que disimular un ataque de risa con uno de tos porque cuando el niño se levantó para ir al baño, sin dejar atrás el teléfono, el padre también lo hizo. De repente lo imaginé bajándole la cremallera de la bragueta al hijo, sacándole el pene y sospeniéndoselo mientras el chaval orinaba.  

Cuando volví a Granada, en la persiana metálica del local de kebat de El señor de las moscas, había un letrero de Se alquila. Supongo que no se habrá enterado que la crisis económica, según los políticos, ha terminado. 

1 comentario:

  1. Bendito aparatito ese, deberían de prohibirlos a los chavales hasta que fueran mayores de edad, con un uso exclusivo para el ámbito laboral. No está mal que la tecnología nos mantenga conectados, pero me parece muy de mal gusto que se le dé más importancia la persona del otro lado de la pantalla que a los que están presentes con uno, y más aún, el de desperdiciar tan grata oportunidad de comer en familia. Para alguien acostumbrado a comer solo (como te dije, mi relación con mi dulzura es un tanto complicado) comer acompañado es algo... algo que hay que disfrutar, la comida, la cara de quienes te acompañan, las muecas que hacen, criticar la comida, sea buena o mala, o mejor aún disfrutar la complicidad en la mirada de quienes te acompañan.

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