lunes, 4 de mayo de 2015

Teníamos un compañero de juegos que comenzó su madurez a la par que yo, aunque era de la edad de mi hermano mayor (nací cuando él ya tenía 14 años). Era un auténtico hijo de puta. Hacía trastadas (tirar huevos podridos contra la fachada de la chica que le gustaba, romper las ramas de los árboles que rodeaban la piscina, pisotear la ropa que estaba tendida...) y luego nos echaba la culpa a nosotros. Nuestra mala fama hacía creíbles sus mentiras y solía salir impune. Cabreaba mucho ser acusados injustamente, aunque a todo terminamos acostumbrándonos. Sé por qué lo hacía nuestro vecino: su vida era miserable -tan deprimente como la de la mayoría-, estaba frustrado y, además, sus gamberradas no tenían castigo. 

En los últimos tiempos el azar me ha hecho toparme una y otra vez con una frase escrita por Primo Levi: No podemos comprenderlo porque eso sería como justificarlo. Se refería al nazismo. Para mí esa frase no es real. Puedo comprender a nuestro vecino, pero eso no significa justificarlo. También comprendo a los asesinos nazis: eran sádicos que creían que sus delitos no tendrían castigo, y saber eso sólo aumenta su salvajismo. 

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