sábado, 25 de abril de 2015

Y llegó la realidad

A veces comparo a mi aparejadora con una princesa que está atrapada en una fortaleza custodiada por un dragón (su madre es el dragón). Por supuesto, no se lo digo a ella. Le tengo suficiente estima para querer que no me considere una majadera y una cursi. Está tan unida a ella que no creo que tenga un instante de paz, que no sienta constante inquietud, si no están cobijadas por el mismo techo. Por eso, cuando hace dos o tres días, al salir a comprar la cena, la encontré por casualidad, quise acompañarla en su regreso a casa: tranquilidad para ella y un rato de charla para mí, aunque vivimos muy cerca. 

La fortaleza en la que vive mi aparejadora está pintada de color albero y burdeos, como una plaza de toros. Cuatro bloques de pisos y un paredón fantasmal, blanco, una medianería con minúsculas ventanitas abiertas en ella, rodean un patio espartano y árido, a pesar de los muchos macetones con los que intentan hacerlo más acogedor. Mientras prologábamos la conversación, nos sentamos en el único banco del patio. Parece un lugar de medio siglo atrás o perteneciente a un barrio desgarrado de la ciudad, con tendederos de unas ventanas a otras, sin la monótona simetría y repetición de los edificios nuevos. 

Aunque era temprano, las ocho y pico de la tarde, cuando las últimas luces del día se mezclan con las artificiales de las farolas, susurrábamos, más por proteger nuestra conversación que por no molestar, y nuestros susurros estaban acompañados por un zumbido, muy nítido cuando callábamos. Lo producía el vuelo de un puñado de moscardones que revoloteaban alrededor de enormes trozos de carne roja colgada, como si fueran prendas, del tendedero de una de las viviendas de los bajos, incluso estaba asegurada, como si temieran que el viento la pudiera arrastrar, por palillos de colores. Interrogué a mi aparejadora, pero ella se encogió de hombros. No sabía qué era eso. ¿Para qué habrían colgado la carne a secar? Especulamos:

- Un traje a lo Lady Gaga.
- Un traje como el asesino de El Silencio de los Corderos.
-  La cobertura de una lámpara de carne, semejantes a las que hacían los nazis con la piel de los judíos.
- Se han cargado a uno de los inquilinos del piso y para que no hieda lo han despedazado: la piel la han colgado a secar, las entrañas las han tirado por el retrete y el esqueleto lo venderán a un estudiante de medicina...

Desde entonces la he llamado todos los días. Me ha ido informando: los moscardones ya no están, la carne se ha puesto oscura, la carne sigue colgada... 

Cuando lo comenté con mi suegra, el misterio se rompió como una pompa de jabón: cecina. Qué decepcionante. Casi resulta más asqueroso pensar que esa carne reseca (con el contacto, y tal vez los huevos, de moscardones; bañada por la contaminación de la ciudad y forrada con las semillas de los plátanos que invaden la ciudad como si fuera una nevada persistente) está dirigida al consumo humano, que no pertenece a uno. 


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