jueves, 2 de abril de 2015

Demasiado tarde para los muertos

Mi padre fue militar porque su padre, antes de tener que jubilarse prematuramente por enfermedad, fue militar, su abuelo fue militar, y la mitad de sus tíos fueron militares. Los garbanzos duros, pero seguros, le decía mi abuela. La comodidad de lo conocido hizo que se inclinara por una profesión que le permitió ser tan feliz como cualquier otra que el destino le tuviera reservada, según sus propias palabras. Conociéndolo a través de sus lecturas -que en gran parte también han sido las mías-, y por lo poco que me han contado mis hermanos -el conocimiento directo fue demasiado breve-, estoy convencida que habría llegado al paroxismo de la felicidad siendo profesor de literatura o, incluso, escritor. Mis hermanos aseguran que su profesión ideal hubiera sido la de catador de puros (lo malo es que no lo dicen del todo en broma).

Detrás de nuestra casa vivía un teniente de origen marroquí. Era alto, nervudo, feo como un ogro. Se parecía un poco a Abraham Lincoln. Durante los veranos, cuando no estaba de servicio, le gustaba pasearse con sólo el pantalón de faena para jactarse de su torso musculoso. Jamás lo vi con ropa diferente al uniforme, puede que ni siquiera tuviera. Más de una vez, después de la muerte de mi padre, vino a casa a prepararnos el rancho. Él enseñó a mis hermanos a castigarme poniéndome bocabajo durante interminables minutos -el castigo original resultaba aún más terrorífico: amenazaba con meterme la cabeza en un barreño lleno de agua o en el inodoro-. Las sobremesas solían ser largas y entretenidas. Le gustaba que lo cronometráramos desmontando y montando el arma que solía llevar escondida en una cartuchera de tobillo. Él decía que mi padre, en realidad, no era militar. Tal afirmación me molestaba como si fuera un insulto, y lo pretendía ser; pero con el tiempo, al madurar y comprender, al confesarme mis hermanos que les acojonaba el teniente, se ha convertido en un halago porque no lo consideraba un igual.  

A lo largo de nuestra vida nos hemos topado con muchos Rambos como aquél: personas sin mucho juicio que rayan en la locura, tan apegados a la vida militar que se pueden considerar integristas. Dan miedo. Imaginar que en sus manos puede haber legalmente un arma de fuego, una granada o incluso una tanque, aterra. No sé si en la actualidad deben pasar los militares un examen psicológico, en los tiempos de mi padre -antes de 1.988-, no. Por fortuna, parece haber un equilibrio y la locura no se acompaña, por lo general, de inteligencia. Un loco inteligente sería una bomba de relojería. Cuando ocurra, cuando un militar pierda la toda la cordura y se lleve por delante a una, diez, cien o mil personas, decidirán que ha sido un despropósito poner un arma en manos de un loco; porque tiene que haber muertos para que cambien la legislación, como ha ocurrido con la obligación de que haya dos personas en la cabina de un avión. De los avisos sin daños personales, no aprendemos:




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