jueves, 19 de marzo de 2015

Las fronteras de la imaginación

Suele ocurrirme: cuando las obligaciones -generalmente el trabajo- me mantienen alejada de los libros, al volver a la lectura lo hago con avidez, como si se tratara de una necesidad vital. De una sentada, a caballo entre dos días, devoré tres cuentos de Marguerite Duras (sin mérito: eran pocas páginas). No estoy capacitada para decir si los cuentos son buenos o malos, no puedo analizarlos en profundidad y deducir, por ejemplo, que el llanto de uno de los personajes es el propio llanto de la autora por extrañas y ocultas razones. Mis limitaciones en literatura me permiten conocer únicamente la superficie de las historias que los escritores narran. ¿Debería estudiar para poder profundizar en ellas? ¿Disfrutaría igualmente o me ocurriría como con las películas después de ver un rodaje: imagino un plano más amplio que el que proporciona la pantalla y los personajes dejan de estar solos; los veo rodeados de cámaras sobre raíles, maquilladoras, iluminadores, el director...? 

Por primera vez pienso que me gustaría dedicar mi vida a la literatura (sólo es una fantasía que alimento mientras corro), escribir como Marguerite Duras. Supongo que la arquitectura me ha agotado esta semana -ya me recuperaré-. La mayoría de los libros de esta autora están basados en su biografía. Si lo es en verdad, ¿pudo vivir cómodamente mientras su hijo pasaba necesidades, como narra en Días enteros en las ramas? Cinco años sin verlo. El robo del hijo de un par de pulseras de oro a la madre. Las protestas de la madre por el importe de una cuenta... Mis personajes serían muy rígidos. En mi familia no protestamos abiertamente, no hacemos nada indebido, ni siquiera nos enfadamos entre nosotros. Tampoco podría escribir un libro como El Amante. Todas mis parejas han sido muy normales, y mi pérdida de la virginidad tan dolorosa, aburrida y caótica como la de la mayoría. Podría inventar, tirando de un hilo de realidad. Cuando tenía 14 años me apoderé de unas sandalias de tacón de mi madre. Un tacón muy alto, incómodas, pero fáciles de manejar porque estaban atadas a los tobillos. Las utilizaba en la piscina: al llegar, mientras comíamos, para recorrer los pavimentos de cemento que el sol achicharraba... mis piernas desnudas sobre los tacones atraía la mirada del padre de mi amiga Macarena. Era una mirada persistente y descarada con la que me encantaba toparme si giraba inesperadamente la cabeza. Por supuesto, nunca ocurrió nada, y a pesar del tiempo transcurrido y de la madurez adquirida, ni siquiera ahora siento remordimientos de conciencia por mi comportamiento. 

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