miércoles, 19 de noviembre de 2014

El pentagrama de alambre

En mi memoria el Destacamento donde pasé parte de mi infancia estaba rodeado por una valla de espino muy alta, tanto como yo. En realidad no creo que midiera más de un metro veinte o uno treinta. Parecía un pentagrama cuyas líneas se disolvían a pocos metros de distancia. Nosotros, los niños de entonces, pensábamos que estaba más para obstaculizarnos escapar a nosotros que para dificultad la entrada a extraños. No nos impedía pasar de un lado a otro. Era fácil con la ayuda de alguien: sólo había que pisar el alambre más cercano al suelo y elevar el siguiente todo lo que se pudiera. Pocas veces salíamos indemnes, se nos rasgaban las camisetas, o la piel, si habíamos tenido la precaución de quitárnoslas -era preferible un arañazo que una regañina materna por romper la ropa-. Pero para los adultos salvar la alambrada resultaba mucho más complicado. Un soldado que la quiso saltar para recuperar un balón de fútbol perdido, terminó con un enorme costurón en una de sus manos. 



Que una persona hiciera algo que nosotros considerábamos imposible o muy difícil, bastaba para admirarla, y no se suele tener miedo de quien se estima. Por eso convertimos en nuestro amigo, sin demostrar ningún temor, al vagabundo que apareció un puente de invierno en el granero que estaba tras los dormitorios de los soldados y al que teníamos prohibido entrar porque era un edificio muy destartalado, de madera vieja, gris, reseca, pintura descascarillada y puntillas oxidadas. Cuando trepábamos hasta sus cercha, toda la construcción gruñía como un animal herido. El hombre era dócil y fue fácil convertirlo en nuestro juguete durante aquellos pocos días festivos de invierno. No recuerdo qué aspecto tenía, aunque mi imaginación se obstina en ponerle el rostro de uno de los indigentes que duermen en el puente de la Acequia Gorda, muy cerca de mi casa en la actualidad. Lo cuidamos como si se tratara de un animal abandonado. Le dimos de comer, lo llevamos hasta los vestuarios de la piscina que, aunque más fríos y húmedos que el pajar, eran más seguros porque quedaban apartados del tránsito habitual de los adultos, le hicimos una cama sobre los bancos verdes, y lo forzamos a nuestra compañía a pesar de parecer no desearla. A cambio no recibimos ni una sola historia. 

Lo atraparon antes de que concluyeran nuestras vacaciones. Nunca supe cómo fue. Puede que algún padre se percatara de lo que sisábamos para dárselo al vagabundo, o que el azar le jugara una mala pasada y se topase con alguien que paseaba junto a la piscina. Lo vimos siendo acompañado por dos soldados de la policía armada -los Calimeros, como los llamaban-, hasta la barrera de la entrada. El miedo se le había licuado, manchando sus pantalones y el peso de sentirse insignificante lo encorvaba. Le gritamos para despedirnos, pero no nos hizo caso. Casi fue un alivio que lo descubrieran porque nos preocupaba quién podría cuidarlo cuando nosotros tuviéramos que volver al colegio.

2 comentarios:

  1. Un poco de religión. Recuerdo cuando asistía a misa, más por obligación que otra cosa, recuerdo la parte donde Jesús dijo: "El reino de Dios es de los niños, y los que son como niños". Seamos honestos, hoy no cualquiera recoge un vagabundo y lo acobija en su hogar, mientras cuando niña, lo hiciste sin dudar, independientemente de las intenciones que tuviesen una manada de muchachos traviesos para con el pobre indigente.

    A veces pienso, que la ignorancia es sinónimo de felicidad, en especial en casos como el que describes. ¿a ti que te parece?

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    1. Hoy día no habría ocurrido. Cuando éramos pequeños no nos enseñaron a tener miedo de los adultos. Hoy lo primero que se les dice: No hables con extraños o Si un desconocido se te acerca, grita.

      Tienes razón con la felicidad y la ignorancia. Cuanto menos sabemos, más felices somos, y más dóciles, y menos críticos. Por eso los gobiernos quieren ciudadanos incultos y se dedican a destrozar la enseñanza pública y gratuita.

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