En mi primer trabajo tuve un compañero al que admiré mucho. Decía que para que una medicina fuera efectiva tenía que saber a rayos y que para disfrutar del tiempo de descanso, el trabajo debía ser un fastidio. Lo admiraba tanto porque en mi mundo invadido por adolescentes tardíos, por niñatos que se creían con el derecho de transmutar en alcohol el dinero de los padres; él parecía ser la única persona madura. Era muy agradable mirarlo trabajar, con esa seguridad que sólo permite la experiencia, sin dudas, sin torpezas, con tanta precisión que inspiraba más confianza que el propio Intenet para obtener la respuesta a una pregunta. Tardé bastante en percatarme que se trataba de uno de esos sujetos que prefiere inventar y mentir, a confesar que desconoce la contestación a la duda de una subordinada. Sus sentencias y mi admiración se doblegaron ante la verdad; pero aún hoy lo recuerdo con bastante cariño, sobretodo cuando cada uno de los minutos que disfruto trabajando lapidan su aforismo sobre el trabajo aburrido y el placer del ocio.
Es lo que he estado haciendo durante mi ausencia de estos días: disfrutar del trabajo; a pesar de tentarme constantemente los libros de El mar de John Banville y Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina; eran cantos de sirenas difíciles de resistir.
He estado completamente sumergida en las profundidades de una pericial. La que me ha hecho recordar que la gente que conozco con mala leche, suelen tener una inteligencia media; y llegar al razonamiento que mala leche + inteligencia media = sistema de protección de la especie. Si una persona con mala voluntad tuviera una inteligencia superior a la media, podría hacer bastante daño a sus semejantes; pero, una persona con mala voluntad y falta de seso, es aún más dañino, sobretodo para sí mismo. Un vecino, de una barriada populosa de Málaga, por algunas desavenencias con su vecina, se ha dedicado a fastidiarla, primero con niñerías que sólo he conocido porque la vecina necesitaba desahogarse con alguien, pero que no repercutían en el peritaje. Luego comenzó a producir desperfectos en la vivienda de la mujer por un valor superior a 3000 euros.
El final de la historia se podría considerar de justicia poética, si realmente sospechara que con lo ocurrido el vecino molesto iba a escarmentar. El hombre rompió la bajante de aguas fecales de su vivienda (él asegura que se rompió sola) con la esperanza que las aguas sucias, por estar las casas en pendiente -más baja la de la vecina- inundaría el forjado sanitario de la que él considera su enemiga. No contaba con que esas casas están construidas sobre restos de otras, y entre ellas había un muro de ladrillo macizo bastante profundo. La casa que se ha inundado y sufrido los desperfectos es la del sujeto. Lástima que su inteligencia no le dé para comprender que su odio le perjudica, principalmente, a él.