viernes, 9 de mayo de 2014

Los enamorados - Primera parte

Cuarenta y siete minutos y media bobina de hilo. La experiencia ha conseguido mermar el tiempo de la laboriosa labor muy poco. Antes tardaban una hora entera: tiempo desperdiciado. La experiencia debería haberles hecho comprender lo inútil de intentar proteger la virtud de Griselda con un armatoste que parecía una armadura de tela y rígidas ballenas metálicas. Después de cinco semanas de noviazgo y diez citas, Mauricio aún no había intentado darle la mano, ni robarle una caricia y, menos, un beso. Sus ojos habían pasado por las curvas de los pechos de nodriza de su novia, sin posarse en ellos. ¿Qué tentación puede proporcionar lo que, para alguien, no existe? A pesar de las evidencias, todas las tardes de los viernes y las mañanas de los domingos, Griselda se dejaba someter a la tortura del cosido del sujetador, al que se le añadían cintas sujetas a los tirantes para que no pudieran ser bajados y las presillas se pegaban con un espeso cordón de costura, imposible de romper sin mucha paciencia y unas tijeras muy afiladas. Josué, el hermano de Griselda y compañero de clase de Mauricio, estaba convencido que aquel entramado de telas y cintas era una baliza para su madre, y que forzaría a avanzar la relación hacia el matrimonio en cuanto fuera superada. Para preservar intimidades más profundas y de restitución imposible después de ser utilizada por primera vez, la madre se había servido del miedo, con tanta fuerza de convicción que Griselda temía con terror su noche de bodas.

Las dos primeras citas fueron un desastre. Todos cumplieron a la perfección su papel. Josué como carabina, unos metros detrás de la pareja. Pero Griselda y Mauricio no tenían nada en común y los silenciosos fueron tan prolongados como los bostezos. En el tercer encuentro, un viernes lluvioso de marzo, el mal tiempo obligó a refugiarse en un cine y a volver a los tres bajo el mismo paraguas. A partir de ese día ya no hubo apatía por parte de Mauricio y su lengua se volvió tan productiva formando palabras, frases, relatos... que incluso para alguien como Griselda, con sólo medio entendimiento, según palabras maternas, fue evidente el esfuerzo del muchacho y se sintió halagada. La falsedad de esa impresión permitió que confundiera las constantes miradas furtivas de su novio a su hermano como la esperanza de tener unos minutos de soledad para ambos si alguna necesidad -tener que ir al baño- los apartaba. Griselda nunca supo imaginar dónde estuvieron posados los labios de su hermano aquella tarde lluviosa de marzo, cuando se prestó a acompañar a Mauricio a su casa bajo el paraguas. 

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