miércoles, 9 de abril de 2014

El regreso de la inocencia

Pensaba que mi vecino de abajo era raro. Que era como un crío pequeño al que el rostro se le ha llenado de arrugas prematuras. Tiene más o menos la misma edad que Guille. Pero mientras que mi marido incita a que te cuelgues de su brazo para que te sirva de guía por este mundo, a veces tan complicado; a mi vecino dan ganas de colocarle una piruleta entre las manos y removerle el pelo canoso. Ayer regresó del trabajo montado en monopatín, uno de esos llenos de dibujos de calaveras y ruedas fosforito. Qué monopatín más chuli, le solté, y sin duda se percató del sarcasmo porque en lugar de sonreír, me aseguró que estaba hasta los huevos del transporte público, que los autobuses siempre apestan y nunca llegan a su hora, y que gracias al carril bici, el monopatín le está facilitando mucho la movilidad por la ciudad. Para mí, los autobuses no son tan nefastos, tal vez porque siempre ando medio resfriada y mi olfato deja mucho de desear y porque las esperas siempre las lleno leyendo y a veces hasta me parecen demasiado breves. 

Cuando llegué a casa me volví auto crítica ante el espejo. ¿Tengo edad para seguir luciendo en el ombligo un piercing? ¿Para llevar en la oreja izquierda tres pendientes? ¿Para utilizar short tan cortos que asoman por las perneras los bolsillos?...  De repente me estoy sintiendo muy vieja, tanto que uno de los últimos jueves tuve que interrumpir una reunión para ir a la logopeda y mentí, le cambié la profesión por la de psicóloga. 

El consuelo de tener que hacer un trabajo engorroso o pasar por un mal momento, es que siempre pasa. Cuando se concluye y puedo volver a lo que realmente me gusta, a pasear, correr o leer, siempre me tomo un instante para pensar: Lo ves, ya eres de nuevo libre. Pero ese instante, que antes era de felicidad plena, ahora está ensombrecido por la idea de que también llegará el momento en que los chavales me comiencen a ceder el asiento en el autobús, o me llamen señora o mi cuerpo, tan ágil en estos momentos, comience a ser como un pc al que se debe dar una muerte digna y no prolongar su agonía. 

Desde ayer estaba algo mohína. Me había quitado el piercing del ombligo y los dos pendientes adicionales. Los short los escondí en el fondo del armario. Hasta había quitado de favoritos las páginas webs de los doramas (series surcoreanas muy ñoñas, propias para adolescentes). Pero antes de comenzar a escribir esta entrada, acepté una de las sugerencias del Youtube: Lo mejor de Brahms. Al finalizar el párrafo anterior, cambié la página para subir un poco el volumen de la música, y me topé con el retrato de un señor mayor, con arrugas alrededor de los ojos, la barba blanca y algodonosa y una expresión de tranquilidad y sociego que inspiran confianza. Tal vez sea un falso instante. Como la fotografía de ese señor que cae desde las Torres Gemelas, con una pierna extendida y otra encogida, los brazos a los costados, como si buscara la máxima velocidad, lleno de consciente tranquilidad; aunque en la secuencia completa se ve todo su terror. 


Tal vez no esté tan mal hacerse mayor, pero dejando que sea el paso del tiempo el que vaya imponiendo los cambios, sin forzarlos, sin obligar a mutaciones que pueden resultar tan ridículas como fingir una adolescencia tardía. 

Ahora los short giran y giran dentro de la lavadora y los pendientes vuelven a estar en mi oreja. El piercing está guardado en el joyero. Tal vez vaya siendo hora que deje que ese agujero se cierre. Después de todo, pretendía ser un arma de seducción, pero a Guille le resulta bastante indiferente.

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