sábado, 30 de marzo de 2013

La alcoba

Infinitos campos de amapolas mecidos por el viento que levantaba el aleteo del vuelo rasante de bandadas de flamencos, era lo que doña Juana veía desde la ventana de su dormitorio. En su mente, no del todo enferma para darse cuenta que no estaba sana, durante unos instantes el cielo parecía un extraño reflejo de la tierra. Los pájaros desaparecían uno, dos, tres, cuatro... diez segundos y regresaban, abofeteando con sus enormes sombras el rostro de la mujer. De inmediato olvidaban qué los había asustado y hecho levantar el vuelo y volvían a la laguna de Fuente de Piedra, como si no existiera ningún otro lugar a dónde ir.



La maleta estaba junto a la puerta. El olor a gasolina quemada delataría la llegada del taxi antes incluso que el ruido del motor. Doña Juana se despedía del dormitorio en el que había pasado casi todas las noches de su vida desde los 17 años. Los muebles eran los mismos, hasta la colcha de croché era la que hizo para su ajuar. Sólo el colchón de lana había sido sustituido por uno de muelles. En esa cama había perdido la virginidad la noche de bodas con un hombre al que sólo supo querer después de muerto, pero al que siempre respetó y con el que se casó porque su padre lo había señalado como un buen partido. Don Demetrio, el médico del pueblo, ya adulto antes del nacimiento de Juana, acostumbrado a la soledad, decidió contraer matrimonio cuando todas las mujeres libres de su generación eran viudas o habían quedado para vestir santos. Nunca supo por qué la escogió a ella. Era poquita cosa, delgaducha, de menguadas carnes, en una época en la que la gordura era síntoma de bienestar y salud; con sólo mucha docilidad que aportar al matrimonio. Cinco años más tarde, don Demetrio la dejó viuda. Se lo llevó la autocomplacencia. La gula deformó su cuerpo hasta convertirlo en una réplica de un Buda orondo. Un día el oxigeno que le proporcionaban sus pulmones no fue el suficiente para seguir haciendo funcionar su cerebro a la vez que hacía la digestión de una copiosa comida y colapsó. Fue cuando Juana supo que debería haberlo querido más. Había pensado en su futuro. Todo lo material que compartieron, ahora era suyo, y los familiares de don Demetrio se turnaron para llevarla y traerla desde Sevilla para que pudiera cursar con comodidad una carrera que la cualificaba para ser bibliotecaria y maestra. Aquella libertad que su marido le proporcionó después de muerto, permitió que sus ojos se llenaran de lágrimas contenidas siempre que alguien lo mencionaba o su recuerdo le golpeaba de forma inesperada.

Su virginidad no fue la única que se perdió en aquella cama. Acababa de cumplir los 40. Era un verano muy caluroso. La falta de lluvias había secado la laguna y ni siquiera corría el relente por la noche que refrescara el ambiente. El sonido de sables aún no llegaba a un lugar tan apartado. La experiencia todavía no los había enseñado a tener miedo de los visitantes a deshora; por eso a Juana no se le secó la boca cuando alguien llamó a su puerta demasiado tarde para tratarse de una visita de cortesía, ni su vejiga amenazó con vaciarse, ni sus manos temblaron al descorrer los cerrojos que la protegían de los fantasmas del exterior. Era Agustín Caballero, uno de sus ex alumnos. Le llevaba unos libros que había cogido de la biblioteca. No podría leerlos. Lo llamaban a filas con tanta urgencia que apenas tuvo tiempo para despedirse de sus amigos. Los primeros minutos fue una conversación protocolaria, convencional, de buenos deseos. La profesora invitó al alumno a pasar a la cocina para que tomara una limonada porque tenía la camisa empapada en sudor. Mientras llenaba dos vasos de limonada, Agustín la besó en la nuca desnuda. Llevaba el pelo recogido en un moño por el calor. Ella respondió al beso con una sonrisa, y él a la sonrisa, abrazándola por la espalda y confesando un deseo antiguo reprimido durante años. Acabaron en la cama, saciados con premura  por culpa de una abstinencia de casi dos décadas y la impaciencia de la primera vez. Enlodados en sudor, satisfechos, doloridos, felices, escucharon y se hicieron promesas de un futuro junto, que para la profesora no pasaba de ser una fantasía  y para el soldado un acicate para el regreso. Se machó de madrugada, con las primera luces del alba. La profesora lo vio alejarse desde la ventana sin imaginar que aquella sería la última vez que lo vería. Sólo un mes y medio más tarde, cuando luchaba en la serranía de Almería, desapareció, sin saber que había dejado un rastro de su existencia en el interior de la profesora.

Se enclaustró durante los meses de embarazo y la lactancia. Su madre fue su comadrona. Nadie más supo de dónde había salido aquel niño que apareció entre sus brazos una mañana fría de invierno, año y medio después de ser concebido, como ajeno a ella, como una imposición del destino. Se llamó Jerónimo López González, igual que el hijo muerto de su prima. Padre, madre y abuelos maternos, junto con el niño, habían perecido en un bombardeo en Madrid. Fueron años de miedo, y no por la guerra, cuyos ecos apenas llegaban a aquel rincón apartado de todas partes; si no por el temor a que le quitaran legalmente lo que había salido de sus entrañas. Luego le siguieron bastantes años de tranquila felicidad, hasta que el hijo creció y aquella casa de horizontes infinitos en sus cuatro costados, le produjo claustrofobia. Lo mandó a estudiar fuera, primero a Sevilla y luego a Madrid. No fue un tiempo de soledad. Su madre enferma, había perdido la cabeza, ocupó el lugar dejado por el hijo. Era como cuidar de nuevo a un bebé: alimentarla, vestirla, cambiarle los pañales, lavarla... compartir la cama con ella por temor a que en mitad de la noche se escapara e hiciera daño. Hasta que falleció, en la misma cama que Jerónimo fue concebido. Habían sido tres años tan duros y agónicos, que Juana repitió hasta la saciedad a todo el que quiso oírla que jamás haría pasar a nadie por el trance de cuidarla si perdía la razón. Antes acabo con todo, aseguraba. Y era lo que estaba a punto de hacer.

El hijo había vuelto al cabo de muchos años de visitas fugaces. Su matrimonio no iba bien. Se había casado con una chica de buena familia madrileña, enamorado más de su condición económica, que luego resultó ser un espejismo, que de su forma de ser. Llegó para pasar sólo unos días, una semana, como mucho; pero la condición mental de su madre lo retuvo durante tres interminables meses. Vivir sola la mantuvo engañada. Fue necesaria el regreso del hijo para que le hiciera notar su falta de cordura. Al principio sólo fueron pequeños detalles. ¿No acabas de decir que te ibas a acostar? ¿No dijiste que irías a misa mañana por la mañana?... Luego detalles más graves, como haber olvidado que su nuera había fallecido sólo tres meses atrás, y ella, según el hijo, había estado en el entierro; aunque muy poco después los escuchó discutir por teléfono y ya no se atrevió a preguntar porque supuso que se trataba de una mala jugada que le había gastado su mente: su nuera estaba haciendo infeliz al hijo y ella la quería muerta. Luego fueron los  hechos: como regresar de la compra y encontrarse el frigorífico lleno o descubrir un charco de orina en mitad de la sala; la misma desagradable costumbre que había cogido su madre: miccionar en cualquier parte, sin sentir pudor.

El hijo había tenido que marcharse por negocios a la capital. Estaría ausente tres días. Se había ido con miedo, temeroso de que cometiera alguna barbaridad. Se lo había repetido tantas veces, que Juana estaba dudando si su subconsciente no era precisamente lo que deseaba, para librarse de cuidar a la madre enferma.

El olor a gasolina quemada de un coche que se acercaba desde lejos, el vuelo de los flamencos asustados por el ruido y las amapolas mecidas por la brisa que levantaban. Juana dejó una nota en la mesilla de noche. Me voy lejos. No quiero ser una carga para ti. No me busques. Echó una ojeada al dormitorio en el que jamás volvería a dormir, cogió la maleta y cerró la puerta.

_________________________

Otra de las historias de mi abuela. Agustín Caballero, que fue mi tio-bisabuelo, jamás apareció. 

viernes, 22 de marzo de 2013

A los zorros les gusta los burros

En el libro que estoy leyendo HHhH, ahora, por fin, ya con tiempo y gran avidez (después de una larga abstinencia todo se coge con más ganas), se comenta que Reinhard Heydrich deseaba mantener cerradas las Universidades de la Checoslovaquia ocupada porque era un nido de sublevación. 

Recuerdo a una profesara de tercero: sor Guillermina. Mis compañeras estaban siendo preparadas para la primera comunión. Yo ya la había hecho, a los 6 años, gracias al capellán de la base, que consideró que mi padre no podía morirse sin estar presente en tan importante momento de mi vida. Aquel año me convertí en un problema para el colegio porque, si hubiera sido una alumna externa, me habrían mandado a casa; pero la catequesis se daba durante las horas lectivas, en las que estaba prohibido ir a los dormitorios. Durante dos horas, era un estorbo. Hasta que una profesora de un curso superior me pidió que la ayudara con unas fichas. Eran fichas de animales. Yo sólo debía hacer montoncitos: las que empezaban por A, por B... Lo hacíamos en el laboratorio, un lugar vetado para las alumnas del primer ciclo, y era una pena, porque  estaba lleno de misterios. Desde fósiles, a microscopios. Lo de las fichas duró pocos días, pero los suficientes para que mi presencia en el laboratorio durante aquellas dos horas en las que mis compañeras eran adoctrinadas en el catolicismo, que no cristianismo, se hubiera convertido en costumbre. No sé exactamente cuándo ocurrió: de repente la profesora comenzó a hacerme caso, a hablarme, a preguntarme cosas y a contarme cosas. Me hablaba del ozono, de los agujeros negros, del cero absoluto en la temperatura, de los calamares gigantes... y me producía vértigo al hablarme de la oscuridad que existe en el mundo fuera de nuestros ojos o de la extensión casi infinita del universo.  Recuerdo casi todo lo que aquella profesora me enseñó, pero poco de lo aprendido en clase. No sé si por parecerme más interesante, por conseguir olvidar lo que tenía que aprender por obligación, o porque la capacidad de sor Guillermina como profesora era mucho superior a la que me había tocado, o puede que esa profesora, en aquellos momentos, sólo me tenía a mí como alumna y eso me obligaba a una atención que es posible que en una clase con 24 niñas más, podría haber eludido.

España ocupa uno de los últimos puestos en educación, el 30 de 58, con 4.3% del PIB de gasto en educación. Finlandia, que ocupa el primer lugar, tiene un gasto del 6.5%. Hay países que con un gasto mayor del PIB, por ejemplo, Noruega, con el 7.7%, están en puesto inferiores (el 32). No existe una relación directa entre gasto y efectividad en la enseñanza entre países; pero sí es evidente que si se disminuye la cantidad que nuestro país gasta en educación, irá en decremento de la calidad. ¿Será en realidad lo que el gobierno está buscando? Menos educación implica ciudadanos más mansos, más temerosos, menos rebeldes, más cualificados para ser engañados...

domingo, 17 de marzo de 2013

Después de la tormenta

Primeras horas de libertad después de haber estado no recuerdo cuántos días seguidos redibujando el edificio del Campus de la Salud para distribuir todo cuanto antes había en los 375 m² de las dos plantas que han desaparecido por falta de subvención. Aaaaaaaaaah, qué agonía. De las cientos de cosas que deseaba hacer en cuanto fuera dueña de mi propio tiempo, algo que ocurrió hoy a media tarde, sólo he tenido voluntad para permanecer tumbada en el sofá viendo llover,  dormitando y a ratos tragándome una película infumable que me pareció interesante al alquilarla: Abraham. La sinopsis de la carátula daba a entender que era la biografía de Abraham Lincoln, pero ha resultado ser una majadería de vampiros con un maquillaje lamentable y unos trucos de ordenador tan pésimos que pateaban a la imaginación; y sin embargo, la vi, porque no fui capaz de levantarme y quitarla. 

La pereza comienza a desaparecer. Siempre he funcionado mejor en cuanto el sol desaparece del cielo, sobre todo para trabajar. No corres el peligro de ser interrumpida cada media hora por una inoportuna llamada de los servidores de Internet que te ofrecen, en teoría, una oferta que es la leche, pero que luego resulta estar llena de letra pequeña

Dentro de un rato saldré a correr. Hace más de semana y  media que no lo hago. Cuando me muevo, siento crujir mis huesos, como si fueran ramas rompiéndose, o troncos retorciéndose al quemarse. Luego recuperaré la lectura de HHhH, aunque Todo lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina, es toda una tentación. Me costó trabajo encontrarlo. En las dos primeras librerías que fui, lo tenían agotado. En la tercera, llegué hasta la calle Zacatín, me llevé el último ejemplar y la librera, que suele ser muy parca en palabras, susurró, como si fuera un secreto o no quisiera que los demás libros se enteraran: Es un libro muy bueno. Algunos de quienes ya lo han leído, les ponen algunos peros, pero yo no soy tan exquisita como ellos  y estoy predispuesta a que me guste, sobre todo después de haber leído la primera página y compartir la idea que tenía del futuro, en  el que pensaba que sólo se podría medrar. Creo que este libro me va a devolver a un Antonio Muñoz Molina que creía haber perdido por culpa de la vida regalada que tiene la suerte de estar viviendo, distante y alejada a la miseria que se vive en un mundo del que hace tiempo escapó. 

domingo, 3 de marzo de 2013

Un grano más

Llevo casi dos semanas bastante ocupada reformando los planos del edificio del Campus de la Salud. Cuando ya estaba todo hecho, planificado, perfectamente diseñado (a veces sin holgura para el desplazamiento de unos centímetros), los dueños han salido con la necesidad de nuevas prestaciones porque  la subvención de la Junta de Andalucía es menor a la que se esperaba. Las dos plantas de estructura que quedaban por hacer, desaparecen de una existencia inmediata (no hay pasta); aunque se dejarán las esperas de los pilares por si se puede seguir haciendo en breve. Les he pedido que las protejan, que no se vean, aunque las tape el antepecho de la cubierta. Recordará a esos edificio de Marruecos, donde empiezan a hacer la planta baja para vivir el matrimonio con la esperanza de continuar levantando el edificio a medida que la familia crece. 

Todos están tensos, todos están nerviosos y enfadados. Los gritos y amenazas entre el constructor y el promotor asustan hasta el extremo de dejar seca la boca y producir una sensación de irrealidad, de estar metida en una pesadilla de la que quiero despertar y no puedo. Me asusta que terminen  haciéndose daño el uno al otro, o que el constructor, desesperado, encuentre un resquicio en la seguridad de la obra y se tire al vacío para disfrazar un suicidio como un accidente laboral; porque esta crisis no carga sólo con el lastre de la muerte de muchos desahuciados (maldita Cospedal), también con decenas de constructores que han preferido la muerte a convertirse, junto a sus empleados, en indigentes. 

El constructor, que es un señor muy tranquilo y moderado siempre que no vea amenazado el pan de su hijos y el de los hijos de sus empleados (como él dice), culpa de la actual situación a la falta de previsión de los ciudadanos. Asegura que mientras vivimos entre las vacas gordas, nos limábamos todo lo que ganábamos, y a veces incluso más, porque era fácil obtener prestamos de los bancos. Nadie nos enseñó a ahorrar, a guardar para el invierno, y ahora nos encontramos con el culo al aire y esperando que el gobierno nos saque el hoyo que nosotros mismos nos hemos cavado. (Es su opinión).

viernes, 1 de marzo de 2013

La alegría de la muerte


Ayer estuve en la misa que daban por la muerte de uno de mis vecinos. Murió hace un mes exactamente, pero como pocos se enteraron de lo ocurrido en su día, le han celebrado una misa ahora para que pudiéramos darle el pésame a la familia. El hombre falleció en el asilo donde la familia lo metió contra su voluntad después de que se tirara toda una noche en el suelo de su cocina sin poder levantarse.

El hombre me caía muy bien. Había cumplido más de 95 años, pero intentaba ser independiente, no sé si gracias a su familia o a pesar de ella: no se comprendían. Estaba constantemente enfadado con sus hijas porque se obstinaban en tratarlo como a un crío y eso le dolía. Él hubiera preferido quedarse en su casa bajo la vigilancia de un cuidador. 

Este hombre siempre me trató bien. Si coincidíamos en el ascensor, la calle o un supermercado, siempre me preguntaba por cómo iba todo,  y se compungía si le hablaba de las dificultades que nos están angustiando a todos los de mi sector por culpa de la crisis. Me llamaba la señorita del ático, como si se tratara de un título nobiliario, y como sabía que me gustan los libros, los domingos que el periódico regalaba alguno, me lo echaba de forma anónima en le buzón. 

No soy creyente (no lo soy desde los seis años, a pesar de que casi toda mi infancia y adolescencia la pasé entre hábitos y cruces); pero no es necesario serlo para asistir a esa clase de eventos. Me siento, me levanto, me vuelvo a sentar, al ritmo que impone que el sacerdote, mientras lleno mi cabeza con ideas ajenas a un Dios que siempre me pareció un cuento no muy diferente al de los Reyes Magos o el Ratoncito Pérez, pero necesario e imprescindible para muchas personas a las que les aterra la idea de la muerte.

Durante la media hora que dura la misa, mi cuerpo está presente en los bancos de la iglesia, pero mi mente está lejos. En mi infancia, cuando en el colegio tenía la obligación de asistir a misa todos los miércoles a primera hora de la mañana, y los sábados por la tarde, si me quedaba el fin de semana, me entretenía recitando las tablas de multiplicar o las lecciones de aquel día. Ahora utilizo la obra y  los problemas que no cesan de aparecer. 

La misa por el alma de mi vecino duró mucho más que una convencional: una hora y poco. Para mi sorpresa, la iglesia estaba llena. Una de mis vecinas, a la que Guille llama Radio Macuto, haciendo alusión a su capacidad para enterarse de todos los pormenores, me informó que la familia de mi vecino pertenece al Opus Dei. Tuvo cinco hijas, antes de que la mujer cayera enferma con una enfermedad mental que lo obligó a pedir la baja de su trabajo y cuidarla durante largos años. Las hijas, la que menos, tuvo cinco criaturas y la que más, doce (se tomaron muy en serio eso de Creced y multiplicaos). Los hijos de sus hijas también han tenido descendencia y a juzgar por el gentío que había en el templo, sospecho que, al igual que sus progenitores, han hecho uso del mandato divino de la multiplicación (Dios debería haber advertido que se refería a toda la gente en general, no a una familia sola). 

Después de la misa, mientras intentaba abrirme paso para darle el pésame a las hijas, ¡aluciné! Todos hablaban de la alegría de que el hombre hubiera ido a reunirse con Dios. No habrían hablado de él de forma muy diferente a si se hubiera ido a hacer un viaje del Imserso.