jueves, 31 de octubre de 2013

La confesión

El moscardón verdusco que está posado en el bajorrelieve de estaño que representa la última cena, se asusta con el estrépito de una puerta que se cierra de golpe y revolotea por la habitación. Durante unos segundos es una mancha oscura sobre la pantalla de la lámpara, cuyo cable está adornado prematuramente con una guirnalda navideña de color verde. El vuelo errático lo lleva hasta el vaso donde permanece medio sumergida la dentadura de doña Palmira; una mella efímera que busca la boca que encerraba los dientes postizos, se para en los labios amoratados y liba los espumarajos que se escapan entre ellos.



Sólo la iglesia de ladrillos rojos, gigantesca en la memoria de los que se fueron, pequeña ante quien la mira; impide a Purificación contemplar una llanura interminable de olivos y tierras aradas y muy a lo lejos, unas montañas desvaída que los días nublados quedan camuflada con el cielo plomizo. Purificación no imagina ver el horizonte que el edificio le oculta, aunque muchas veces ha soñado con escapar e ir tan lejos como están esas montañas. La mujer, de rostro de prematura anciana y mentalidad de eterna adolescente, no aparta los ojos de la puerta lateral de la Iglesia, por donde entran y salen las feligresas que se confiesan antes de misa. Entran cinco y cuando sale la quinta, Purificación se apresura a penetrar en las tinieblas del templo.

- Padre, confieso que he pecado. He matado a mi madre.

Le hubiera gustado contar los detalles. A fin de cuentas, era lo único que Purificación había hecho bien en toda su vida. Hasta tenía preparadas las palabras: Usted conoce a mi madre. Era incapaz de ir hasta al cuarto de baño sola. ¿Cómo podía seguir viviendo atada a ella? No imagina qué castigo era consumirme sin libertad a su lado. Se había adueñado de mi vida... No pensaba hablarle del asco y rabia que le daba su forma de comer: una perfecta demostración visual de la trituración de los alimentos, ni de las ganas que le daban de gritarle cada vez que se refería a alguna parte de su físico con diminutivos: mi cabecita, mi bracito, mi... Fue una aversión y un odio cimentados en un pasado muy remoto, que había ido creciendo hasta hacerse insoportable.

Paz, es lo que Purificación siente. No se alteró cuando el sacerdote salió del confesionario corriendo, con la sotana remangada, ni cuando llegó la pareja de la guardia civil y la esposaron y llevaron al cuartelillo, ni cuando en la calle todo fue estruendo de sirenas y conversaciones de un gentío apostado a pocos metros de su celda -sonaba como un enjambre-, ni cuando dos días más tarde la dejan en libertad porque el doctor ha determinado muerte natural. Un infarto.

A doña Palmira le gusta acostarse temprano, aunque la cafeína que ingiere sin saberlo no le permite dormir hasta que comienza el amanecer. Siempre sigue el mismo ritual. Cuando está sentada en la cama, se toma la pastilla para la hipertensión (que ha sido sustituida por píldoras anticonceptivas, sólo porque son semejantes en su aspecto físico) y un somnífero (anfetaminas, en realidad). Se tumba y escucha la radio. Un programa donde gente llama para contar sus desgracias y otra para dar consejos. La noche de su muerte, doña Palmira está intranquila porque cada media hora informan de la huida de dos presos. Su ignorancia le permite imaginar que las distancias no existen y cuando se comienza a abrir la puerta del armario a altas horas de la noche, muy lentamente, muy despacio, cree estar ante los dos delincuentes que han asesinado a un policía antes de darse a la fuga. La voz no le sale, los gritos se quedan obturando sus vías respiratorias y el miedo se convierte en un regato dorado que atraviesa el colchón. En mitad del silencio nocturno, las sacudidas que involuntariamente da la mujer por culpa del ataque que está sufriendo, son como estruendosas explosiones que Purificación escucha desde la cocina, ansiosa por que acaben para conocer el resultado definitivo. En los brazos de Purificación, está Negrita, la gata que salió sigilosa de entre los camisones y sábanas dobladas, y fue al reclamo del olor de una lata de atún recién abierta.

Purificación sacude el moscardón verdoso que pasa por delante de ella. Sonríe satisfecha. Un ápice de tristeza: su madre, que solía llamarla inútil, jamás sabrá lo bien que lo hizo en esta ocasión.

___________________________________________________________

¡Feliz Halloween!

2 comentarios:

  1. Puntos de vista: si tan buen pretexto tuvo Purificación para que su madre "descanse en paz" por qué estaba tan intranquila? y ahora que también está muerta, va a tener que cuidarla en el otro lado!!! (asumiendo que es cierto lo que los chinos creen acerca del otro mundo). y el cura... no se supone que lo que se confiesa ante ellos, se queda en el confesionario? De seguro es un pueblo chiquito.

    Fuera del punto de vista, la historia consigue enganchar, muy misterioso, muy me gusta.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El pueblo es La Lantejuela, el pueblo donde vivía mi abuela (en la actualidad tiene 4.500 habitantes). Y el sacerdote está basado en uno real del mismo lugar. Una chica se quedó embarazada de su propio hermano y, después de confesarse y de no habérselo dicho a nadie más, se enteró todo el pueblo.

      Purificación más que intranquila, estaba deseosa de que la gente supiera que había hecho algo bien (porque era bastante inútil). Y no sé si en otra vida también tendría que ocuparse de su madre, pero no habiendo hecho otra cosa en toda su vida, y sin la pensión materna, seguro que tuvo que ponerse a cuidar ancianos para ganarse la vida.

      Muchas gracias por tu comentario.

      Eliminar