miércoles, 8 de mayo de 2013

Nieve de mayo

Veintiocho grados según el termómetro de la farmacia. Mangas cortas. Los pies desnudos, sin los calcetines que se hacían imprescindibles ayer, cuando aún era invierno, hoy ya es verano; sin transición. En Granada suele ocurrir. El armario está lleno de la ropa de entretiempo que trajo Guille de Barcelona. Camisas de mangas largas y jerséis ligeros que recorrerán de nuevo 900 Km sin haber sido usados. La visión de la rebeca gruesa que Guille se solía poner para estar caliente en casa, sofoca casi tanto como contemplar a esas personas que caminan por la calle con abrigos, pañuelos al cuello y botas altas. Quizá pensaron que el buen tiempo con el que empezó el día sólo era un espejismo; o salieron al exterior sin verificar qué temperatura hacía o están de paso por la ciudad y en la maleta sólo guardan ropa invernal. Si se saca una fotografía a una de ellas, parecerá que ha sido robada del pasado, del día 28 de febrero, cuando la ciudad amaneció nevada, porque el aire está lleno de la pelusa que sueltan los álamos y desde el aislamiento del piso, desde el otro lado del cristal, es fácil confundirla con ingrávidos copos de nieve que arrastra el aire sin llegar nunca al suelo. Hipnotiza mirar la pelusa. Delata el movimiento del aire, aparentemente estático, quieto, enclaustrado, encerrado entre los edificios de la ciudad. Es como un río tranquilo que se agita y cambia de dirección ante la más mínima eventualidad.


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