viernes, 18 de mayo de 2012

La niña que pensaba en rebanadas de pan

Apenas llevo unas páginas de La Realidad Oculta, de Brian Greene, un libro que explica de forma bastante accesible los universos paralelos. A mí, en este momento, me parece una realidad tan admisible como la existencia de Dios; pero tengo la mente abierta y las neuronas en funcionamiento para que me hagan comprender que es algo real y no una fantasía. 

Extrapolo mi ignorancia a la del ciudadano medio de cuando se creía que la tierra era plana: un disco flotando en mitad de un océano enorme. También a mí me parecería una locura imaginar que la tierra es una esfera y nosotros estamos sobre ella porque la costumbre me hace pensar en la fuerza de la gravedad universal y externa al propio planeta. Pero en cuanto se comprende que la misma tierra atrae a todo lo que está sobre ella (y cuanto se le acerca) la verdad se convierte en irrefutable.

Cuando era pequeña tenía conocimiento de los universos paralelos porque a mi hermano mayor le gustaban las películas de ciencia ficción y yo solía ser su lapa. Después de la muerte de mi padre me comí mucho el tarro. Me gustaba pensar que cada uno de nosotros tenía un universo paralelo lleno de actores secundarios. En cada uno de esos universos paralelos, el dueño no moría nunca, era inmortal. Me agradaba pensar que mi padre estaría en su universo  rodeado de duplicados de sus hijos.

En otras ocasiones, en lugar de la típica imagen de las rebanadas de universo compartiendo el mismo espacio, pero diferente tiempo, imaginaba que los universos paralelos eran como matrioskas, esas muñecas rusas que una grande encierra otra más pequeña, y así hasta la media docena o más. Pero en mi imaginación cada universo encerraba infinitos: cada átomo constituía un nuevo universo.

La idea de la muerte sólo aterra porque hay ciento de preguntas que se quedarán sin respuesta.

Ahora, al menos en este universo, me voy con Guille a la terraza, a cenar fruta y jamón, e intentar fijarme en el cielo e ignorar el mamotreto verde del Hotel San Antón. En el universo de mi padre, tal vez esté estofando las codornices que mi marido Lorenzo (mi casi primer novio) ha cazado para relajarse de la frustrante instrucción a los nuevos reclutas. 

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