martes, 15 de mayo de 2012

El buen hijo

A doña Encarna le aterraba el mundo exterior. La edad la había ido haciendo cobarde. A sus cincuenta y pocos años, dependía por completo de su hijo para sobrevivir porque no salía a la calle a no ser que fuera completamente imprescindible. En un año había cruzado el umbral de su puerta en tres ocasiones: dos para ir al médico y una, a la casa de la vecina, cuando Rafaelito, el hijo, estuvo con gripe durante una semana completa y se quedaron sin víveres. El pavor que sentía doña Encarna por el exterior era irracional. El desencadenante fue completamente ridículo. Un par de testigos de Jehová habían llamado a su puerta. Uno de ellos tenía un parecido razonable con Norman Bates. El instinto de conservación de doña Encarna fue más rápido que su pensamiento y su propia mano olvidada en una de las jambas, y cerró la puerta ante las narices de quienes sólo querían hablar de Dios. Un torrente de sangre, tres falanges rotas y un profundo dolor que hizo que se desmayara, fueron las consecuencias inmediatas de tan brusca e inesperada reacción; y a largo plazo, las consecuencias fueron una historia tergiversada donde era atacada por dos locos en su propia casa, tener que dejar temporalmente los estudios de medicina el hijo y su clausura voluntaria entre las paredes de su hogar.

Rafaelito incitaba la conmiseración de todos en el pueblo. La madre comenzó robándole el futuro al obligarlo a dejar los estudios, y terminó robándole el presente. Si el chaval se aventuraba a salir un rato de la casa, a su vuelta siempre se encontraba con una pequeña catástrofe que sólo podría haberse evitado si él hubiera estado presente. Tres meses bastaron para que el muchacho pareciera un fantasma que deambulaba de su casa al supermercado y viceversa, dos más y ya lo hacía musitando una letanía: "Mi madre está muy mala. Le duele el corazón. Es culpa mía porque sufrió mucho cuando me dio a luz".

Algunos aseguraron que lo habían visto venir; pero nadie dio la voz de alarma. Ni cuando el perro y el gato de la familia murieron con un día de diferencia (imaginaron, los que necesitan explicaciones para todo, que algún vecino los habría envenenado por despecho), ni cuando Rafaelito hizo una compra tan extraña que incluso la cajera, acostumbrada a las mayores extravagancias, no pudo evitar preguntar. "Es para que mi madre se sienta mejor".  Un hacha, un gato hidráulico pequeño, mucho plástico, una botella de whisky, unas tijeras para podar...La cajera supuso que estaría arreglando el jardín para hacer una fiesta.

La cajera supo que sus conclusiones habían sido erróneas dos días después; cuando, de madrugada, un grito arrojó del sueño a los durmientes, heló la sangre en las venas a los insomnes e interrumpió a quienes en esos momentos fornicaban. El grito no parecía humano. Se avivaba a ratos y luego se convertía en un quejido apagado, como de animal moribundo. El sufrimiento de quien gritaba duró mucho menos de lo que tardaron en llegar los municipales. Aunque en la casa de doña Encarna se había hecho el silencio, nadie quiso entrar. En el pueblo, por experiencias anteriores, se había aprendido a tener miedo y respeto a los locos. Y Rafaelito sin duda lo estaba. Cuando los municipales sacaron al muchacho se hizo entre la concurrencia que se había ido apelotonando atraídos por la curiosidad, un silencio sepulcral, tan profundo que algunos que estuvieron en la primera fila aseguran que se oía los latidos del corazón que Rafael llevaba en sus manos.

(Otra de las historias de mi abuela)

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