domingo, 25 de marzo de 2012

La casa de la madre

Cuando murió mi padre, a quien realmente comencé a echar en falta fue a mi madre. Estaba acostumbrada a que él pasara grandes temporadas en el hospital, donde a mí me llevaban a visitarlo raras veces. Parecía que fuera una más de sus ausencia, una interminable. Pero mi madre cayó en una profunda depresión que le duró casi diez años. Lo normal en ella es que siempre estuviera haciendo cosas. Me encantaba verla surcando las habitaciones. A su paso recogía camisetas, las olfateaba, seleccionaba, dobladas o al cesto de la ropa sucia; los periódicos, tebeos o revistas, bajo la mesita de la sala de estar; los platos sucios olvidados en los brazos del sofá, al fregadero... y todo ello sin detenerse. Los bolsillos del delantal que solía ponerse en cuanto llegaba a casa eran pozos insondables donde cabían todas las hojas secas y plumas que el aire colaba por las ventanas abiertas.

 Desde la mañana que volvimos del cementerio, se recluyó en su dormitorio y sólo, de tarde en tarde, parecía recuperar su condición de ser humano. Mucha gente de la que visitaba a mi madre le echaba una bronca por no ser capaz de levantarse de la cama y ocuparse de la casa. No comprendían.  Mi madre sufría una completa y absoluta falta de voluntad debido a la tristeza. O puede que fuera al contrario: darse cuenta de que no tenía voluntad para hacer nada, la sumía en una tristeza muy profunda. En una ocasión ni siquiera fue capaz de desplazarse de la cama al baño para cambiarse la compresa. Yo la vigilaba para "que no hiciera ninguna tontería". Había sido negligente. En lugar de asomarme al dormitorio cada media hora, me tumbé en el sofá y vi una película completa sin ocuparme de ella. ¡Menuda sangría! Pensaba que me la había cargado, que se había cortado las venas por mi negrligencia. Corrí a la casa de la vecina para decirle que mi madre había muerto. Se rieron de mí durante una larga temporada (en realidad aún lo hacen cuando recuerdan el incidente -y les basta ver un anuncio de compresas o tampones para hacerlo). Diré en mi defensa que yo aún no había tenido ninguna menstruación y ni imaginaba que se pudiera sangrar tanto sin morir.

A mi madre la alimentábamos con natillas. Era como una mascota. Se nos daba bien cuidar de las mascotas. Todas las que recuerdo se nos murieron de viejas (los pajarillos recogidos de los nidos que caían cuando limpiaban las tejas todas las primaveras, no cuentan). Entre tanto mis hermanos sustituían a mis padres bastante bien. Los recuerdo discutiendo sobre mi vestimenta,  el colegio, mis amigos, mis profesores... incluso recuerdo el interrogatorio al que sometieron a mi primer novio.


Foto de mi madre y mi tío Fermín. De cuando los dinosaurios aún habitaban en la tierra (1950 aproximadamente). Una no imagina que sus progenitores fueron una vez niños.

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