sábado, 28 de enero de 2012

La muerte paralela


Ahora ya no existe. Donde indica la flecha, no hace mucho tiempo, había una encina enorme rodeada de un sembrado de trigo que ondulaba bajo la más mínima brisa. La sombra de la encina era tan oscura que parecía un agujero insondable desde donde yo la miraba, al otro lado de la alambrada de púas que cercaba mi mundo del exterior. Nunca pude ir hasta aquella encina y conocer sus auténticas dimensiones (aunque seguro que la infancia me las habría falseado haciéndolas gigantescas). No me dejaban salir sola porque temían que un coche me atropellara en aquel camino de tierra (ridículo el temor) que únicamente llevaba a un río de agua salada; y tampoco encontré a nadie que me quisiera acompañar porque parecía que sólo yo sentía curiosidad por el árbol que me parecía tan lejano, aunque ahora la distancia me parece ridícula. 


Tampoco existe el olivo que mi padre plantó pocos días después de mi nacimiento en el patio de nuestra casa. Ya ni siquiera existe la casa. Estaba en bastantes buenas condiciones cuando nosotros vivíamos en ella, no comprendo qué la pudo deteriorar tanto como para tirarla, y no repararla, en tan poco tiempo. 

Cuando mi madre compró la casa en Villanueva del Rosario, intenté conseguir permiso para recuperar el olivo que mi padre plantó para mí. Pero ya no nos quedaban conocidos en ese recinto militar, y fue completamente imposible. Habría sido más persistente si hubiera imaginado que mi olivo iba a tener una vida tan breve.

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