lunes, 24 de octubre de 2011

Historia de dos ciudades: Granada

Granada es pequeña, casi un pueblo grande. Muy compacta. Se puede ir a cualquier parte a pie, a pesar de que muchas calles están adoquinadas o el pavimento es con piedras, con un relieve excesivo que hace incómodo el caminar si no se lleva el calzado adecuado. Algunas calles, sobre todo en el Albayzín, tienen una pendiente superior al 100% (esto significa que por cada metro que se avanza, se sube uno). Se me queda pequeña. Suelo salir a pasear los viernes, sábados y domingos por la tarde, cuando no hay algún evento cultural que me recluya en el Teatro Isabel la Católica, o El Palacio de Congresos, o Auditorio Manuel de Falla... En una tarde se puede recorrer sin problema de punta a punta. Al caminar por ella con lentitud, sin prisas, buscando los rincones que nunca has pisado, se reciben sorpresas inesperadas: de repente te topas con la casa donde nació Morente, o un aljibe del siglo XVI o una iglesia de estilo mudéjar. Es fácil perderse por las callejas del Albayzin, y casi una obligación. Algunas son tan angostas que se pueden abarcar al  extender los brazos. 

Debe ser que por estas calles del Albayzín la mente se distrae y el tiempo corre sin percibirse, por la que da la sensación de que Granada está llena de agujeros de gusano (los de Stephen Hawking). El mismo camino que por el Albayzín apenas son unos minutos, por la Gran Vía y Avenida de la Constitución casi llega a media hora, para llegar al mismo punto, aunque los caminos discurren en paralelo, con un desnivel de unos 100 metros. 

Aunque estoy acostumbrada a las extensiones sin límites de Barcelona, a la inmediatez para conseguir lo que se desea en sus comercios, a la satisfacción de poder encontrar cualquier día de la semana algo interesante que ver u oír (conciertos, obras de teatro, películas de cine actuales o antiguas); en esta ciudad estoy aprendiendo lo que es la vida tranquila.

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