miércoles, 21 de septiembre de 2011

Manos ajenas

Sólo recuerdo tres ocasiones en las que me han pegado. Creo que ninguna fue justificada. Puede que mi madre me hubiera dado algún azote cuando era muy pequeña, pero no lo recuerdo. Cuando crecí, a partir de los seis años, quienes me educaron realmente fueron mis hermanos. Su forma de castigarme era ponerme bocabajo, cogiéndome de los tobillos. A veces era tan cabezota y no aceptaba haberme equivocado o haber hecho algo mal, hasta que los pies se me quedaban helados, tenía calambres en las piernas o sangraba por la nariz. 

La primera bofetada que recuerdo me la dieron cuando tenía unos 7 años, una profesora de apoyo. Durante algunos recreos me obligaban a quedarme en clase por mis dificultades con la lectura. Aquella profesora me daba clases particulares, leíamos cuentos que eran bastante divertidos. Mi preferido era el Rey Midas. Un día se dio cuenta que me sabía de memoria el cuento y que realmente no estaba leyendo. Sustituyó el cuento por unos apuntes que llevaba. La primera A que encontré la leí como un 2. Me exigió que prestara más atención. Pero por aquél entonces aún tenía bastante dificultad para distinguir los números de las letras. Poner más atención no habría servido de nada: en mi cerebro las as mayúsculas se convierte automáticamente en 2. La tercera o cuarta ocasión que dije 2 en lugar de A, la profesora me arreó tal revés que me tiró  al suelo (confieso que le eché un poco de teatro a la fuerza de aquella torta). Lloriqueé un poco, ella me pidió perdón y la cosa no pasó de ahí.

La segunda ocasión en la que me pegaron fue mi madre. Acaba de llegar de la calle y sin previo aviso, me tiró del pelo, mientras me gritaba que si "Así es como te hemos educado?". Durante un rato sus manos parecieron las bayetas de un rodillo de un túnel de lavado. Terminé bastante magullada. Sangrando por el labio y como si me hubiera peleado con un gato. Hasta dos días más tarde no me enteré de qué había ocurrido y por qué merecía la paliza. Un día  antes de la reacción de mi madre, dos amigas y yo estuvimos jugando a un juego infantil y  aburrido. Una proponía una prueba supuestamente difícil de realizar, otra la tenía que hacer y la otra servía de testigo. De repente las normas cambiaron. Sólo yo era quien ordenaba qué debían hacer. Volvían partidas de risa. Yo les pedía tonterías como que olieran una ortiga, y ellas iban hasta el centinela de la garita y les aseguraban que yo les había dicho que quería que "Comiera la pepita" o que me la "Metiera hasta el fondo". Cuando el centinela terminó la guardia, fue a hablar con el padre de una de mis supuestas amigas, y él se lo contó a mi madre. Tuvieron que intervenir mis hermanos para que se aclarara todo. Ellos me conocían y de inmediato supieron que me habían gastado una broma pesada, muy pesada...

La tercera ocasión fue cuando tenía unos 20 años, estaba de voluntaria en un piso de acogida de voluntaria y el hijo de una de las inquilinas me apartó de su camino de un empujón para dejar pasar a su padre. 

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