domingo, 7 de agosto de 2011

Los muertos vivientes

Hoy me he encontrado con Juan Pedro, un antiguo novio de la facultad. En realidad no fue una historia muy profunda, de esas que sólo recuerdas cuando algo exterior interviene, como su presencia repentina hoy, en la cola de la pollería (ni Guille ni yo teníamos ganas de cocinar después de un viaje tan largo). Tardé en reconocerlo. En realidad se tuvo que presentar. ¿Te acuerdas de mí? ¿Eing? Pues no, lo siento....  Ha cambiado tanto físicamente, que podría hacerse pasar por su padre. Me enamoró de él su pelo largo, liso, rubio; su expresión de "niña buena", tal vez excesivamente femenina para alguien que había dejado atrás la adolescencia, su tórax cóncavo, no excesivamente musculoso, curtido por el deporte eventual de los fines de semana. Ahora de su pelo sólo queda un corte casi al cero para disimular una calvicie evidente en las partes brillantes de la coronilla. Me pregunto si yo también habré cambiado tanto. Ahora tiene barriguita de preñez de primeros meses; con lo agradable que era sentir su estómago plano pegado al mío (lamentable para su pareja actual). Que él me haya reconocido y yo no a él, no significa nada porque soy muy mala fisonomista. Y para colmo iba de "trapillo", con una camiseta ancha de Guille y unos pantalones cortos de fabricación casera, que me hice cotando unos vaqueros viejos que se habían manchado de pintura. 

Su cambio físico es la segunda conmoción que me produce. La primera fue cuando estábamos enrollados, jugando al escondite del beso. Se juntan cuatro o cinco parejas en una habitación más o menos grande, se apagan las luces y se busca a tientas una pareja. En cuanto pillas a alguien, gritas: pillado.Las últimas dos personas que se quedan sin pareja reciben el castigo. No importa la pareja que sea. Te tienes que conformar y darle un beso sin hacer trampas. Si te niegas o el beso no es considerado como bueno (por darse en la barbilla o con los labios cerrados), te ganas una yoya de cada uno de los participantes. Nos gustaba mucho cuando coincidían dos tíos, aunque casi siempre se negaban a besarse. Mi amiga Victoria y yo, si veíamos que el juego estaba excesivamente soso, hacíamos trampa y nos forzábamos a coincidir. Podíamos estar besándonos durante más de cinco minutos, sin nada de pudor, perdiendo todas la inhibiciones. (Cuánto se cambia cuando se madura!!). Durante uno de aquellos juego, Juanito me golpeó con el codo en la mejilla. Vi las estrellas (bueno, se parecía más al chisporroteo de una bengala). Durante unos minutos estuve aturdida, y luego me salió un morado donde me golpeó; tardó en desaparecer una eternidad.

Cuando se iba, Juan me preguntó que si había conseguido olvidar a Passolas (eing??). Passolas era un profesor de la facultad, sus clases eran especialmente aburridas. "Es muy injusto que te hiciera eso". ¿Hacerme el qué? Pero si aprobé su asignatura sin problemas. De repente no quise que me diera explicaciones. Dije que me tenía que ir, que me esperaban en casa para comer. Que viviendo tan cerca, seguro que coincidíamos muy a menudo. A veces me olvido de esa parte de los años de la carrera: las mentiras, las falacias que inventaban de unos y otros para justificar envidias o rencores o sólo una pereza excesiva que los llevaba una y otra vez al suspenso. 

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