miércoles, 13 de julio de 2011

Cuento de verano

Durante más de cuatro años había llevado colgado al cuello, abrigada entre los pechos incipientes, una bala de 9 mm cortos, con el fulminante intacto y el latón del casquillo reluciente porque tenía la manía de mantenerlo entre los dedos y frotarlo. Si alguien le preguntaba por el extraño collar, ella se encogía de hombros y decía que le parecía bonito. Pero en realidad no lo era. Una bala roma, regordeta, con una cruz en su cabeza que dejaba ver el plomo del interior y cuya función era la de fragmentarse al chocar contra un hueso al penetrar en la víctima, para hacer el mayor daño posible. Si le hubieran dado a escoger, habría preferido una bala de cetme, siempre le pareció muy elegante, larga y puntiaguda, o una de 22 mm, tan pequeñita que parecía de juguete. 

Los peores recuerdos son los que hay que negar. Tenía prohibido contar la historia de aquella bala porque el trabajo de la madre, las becas de los hermanos y la vivienda dependían de la voluntad de quien se la había colgado al cuello. De todas formas a la niña no le gustaba recordar lo sucedido aquel viernes, 12 de julio de 1991. Ni siquiera lo recordaba como una sucesión de hechos, en su memoria se guardaba como una serie inconexa de sensaciones: el sudor pegajoso, las lagrimas que quemaban las mejillas encendidas, los mocos que apenas le permitían respirar, el picor de la orina al secarse a lo largo de sus piernas, el sabor acre de la grasa del cañón de una pistola en su boca, el hedor a alcohol y tabaco del aliento del capitán susurrándole al oído que no soportaba a las niñas entrometidas como ella y el miedo compartido con medio centenar de soldados. 

No ocurrió como en las películas norteamericanas. Nadie metió una bala entre las cejas del capitán  borracho, nadie disparó a la pistola que mantenía en la boca de la niña, casi haciéndola vomitar, nadie golpeó con una patada de kárate el estomago preñado de alcohol de aquel hombre tan parecido a Mr Hyde en cuanto el whisky anegaba su razón. Ni siquiera tuvo una represalia. Le quitaron la pistola y lo mandaron a dormir la mona. Una excusa y la promesa de que no volvería a ocurrir fue cuanto obtuvo la niña de aquel hecho que no podía contar. 

2 comentarios:

  1. Cualquier parecido con la realidad es pura casualidad.

    Aunque la niña se quitó el colgante porque el capitán ascendió y lo trasladaron a Tenerife. Una mañana hubo una misa fúnebre por el alma de las tres hijas del capitán. Habían muerto en un accidente de tráfico por culpa del padre. Muchos comenzaron a soltar frases del tipo: "Hay un Dios" "Eso es justicia divina" "Era lo que se merecía"... (menudos salvajes). La niña desató el cordón de bota al que estaba prendida la bala y la guardó en el joyero de la madre. Supongo que allí continuará, mate y oscura, porque ya no hay quien la frote para darle brillo.

    ResponderEliminar